Cómo puedo asegurarme de que no iré al infierno cuando muera

La Biblia afirma en muchos pasajes que todos los seres humanos sin excepción tendrán dos opciones cuando mueran: ir al cielo o al infierno.

Desde que Adán y Eva murieron en el huerto de Edén como consecuencia de escoger el árbol de la ciencia del bien y del mal en vez del árbol de la vida, todos los seres humanos a lo largo de la historia también heredamos esa condición. Estamos muertos y solo nos espera el infierno cuando muramos (Romanos 3:23).

¿Pero qué murió cuando Adán y Eva pecaron? La Biblia dice que cuando ellos decidieron comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, descubrieron que estaban desnudos, y se escondieron de la presencia de Dios (Génesis 3:7). Como consecuencia del pecado, ellos murieron en su espíritu, es decir, perdieron la relación con el mundo espiritual. Su espíritu, que estaba vivo antes de la caída, quedó como atrofiado, sin vida. Estaba allí, en el centro de su ser, pero ya no palpaba las cosas celestiales.

Adán y Eva bien podían correr para encontrarse con Dios y alegrarse en su presencia, pero eso era imposible sin la ayuda de su espíritu. Lo único que podían hacer era esconderse, pues ya no había compatibilidad entre la luz y las tinieblas. Por eso, tampoco había lugar para ellos en el huerto de Edén. Antes de expulsarlos, Dios los vistió con pieles de cordero, y dejó sellada la entrada a ese mundo espiritual (Génesis 3:21, 23 y 24).

Desde entonces, todos los seres humanos están destituidos de la gloria de Dios, sin más esperanza que vivir en esta tierra y participar de los deleites terrenales mientras respiren. Pero cuando dejen de respirar, les espera la condenación eterna en el infierno. En el libro de Romanos 5:12 dice al respecto: Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.

Sin embargo, ¡hay una excelente noticia! Antes de abandonar Edén, Dios les prometió a nuestros primeros padres un plan perfecto de salvación. Él les prometió que enviaría a su Hijo para rescatarlos de la condenación eterna. En el libro de Génesis 3:15 dice: Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar. Una vez expulsados del paraíso, Adán y Eva suspiraban con esa promesa de un Salvador que vendría a rescatarlos.

Cuatro mil años más tardes, el Padre cumplió con esta promesa cuando envió a su Hijo en la humanidad de Jesús. Aproximadamente setecientos años antes de su venida, el profeta Isaías resumió la vida de Jesucristo con estas palabras:

Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca.

Isaías 53:3-7

Dios cargó sobre Jesús todos nuestros pecados y sus consecuencias. Puso sobre Él todos nuestros pecados y los llevó a la cruz, a sufrir la misma muerte que nosotros merecíamos. Jesús también bajó al infierno porque era necesario que él tomara el lugar de condenación que nosotros merecíamos. ÉL PAGÓ EL PRECIO.

Lo único que necesitas es creer. Es una acción tan sencilla, pero muy importante para Dios. Si tú crees que su sangre derramada en la cruz es suficiente para pagar todos tus pecados y el de toda la humanidad serás salvo. En el Evangelio de Juan 3:36 dice al respecto: El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él. También dice en Romanos 5:18: Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida.

¿Cómo, entonces, puedo saber que ya no iré al infierno cuando muera? A continuación, algunas claves para saberlo:

  • Creer en Jesús y en su plan de salvación en la cruz del calvario.
  • Después de creer, Jesús envía el Espíritu Santo a vivir en el centro de tu ser, en tu espíritu. Esto es lo que se llama NUEVO NACIMIENTO. Esta es la promesa que Jesús hizo a sus discípulos: Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. (Juan 15:26) / Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. (Juan 16:7)
  • Otra clave es sentir arrepentimiento y dolor en el corazón cada vez que le falles al Señor. Si eso pasa, es porque el Espíritu Santo que vive en ti se ha contristado por tu condición. Si esto no pasa, es probable que todavía no hayas nacido de nuevo y solo hay en ti signos de una falsa religión. La solución es clamar y pedirle a Dios que te ayude a experimentar el primer punto.
  • Entender que estás en una batalla que se libra entre la carne y el espíritu, es decir entre el bien y el mal que todavía moran en ti. A veces hay derrotas y otras veces hay victorias. Las derrotas vendrán cuando pongas tu confianza en tus propias fuerzas; las victorias, en cambio, vendrán cuando pongas tu confianza en el Espíritu Santo que mora en ti. En el libro de Proverbios 4:18 dice al respecto: Mas la senda de los justos es como la luz de la aurora,
    que va en aumento hasta que el día es perfecto
    .
  • Amar a Dios y buscar la manera de agradarlo en todo tiempo. A pesar de los afanes y del pecado que nos asedia, buscar un momento para acercarnos a él confiadamente y expresarle nuestro amor.
  • Leer la Biblia, alabarlo y buscarlo en oración.

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